lunes, 1 de junio de 2009

LAS EXTRAÑAS ROCAS DE KOMI, EN RUSIA

ALGUNAS ALCANZAN LOS 40 METROS DE ALTURA

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Son como los moais... pero sin esculpir, y mucho mas grandes, casi gigantes. En la imagen superior puedes ver a una persona de pie junto a una de estas inmensas rocas (a la izquierda), para hacerte una idea de las dimensiones reales. Son gigantescos monolitos erosionados por la fuerza del viento, que se yerguen impavidos ante la mirada humana que hurga en remotas leyendas.

Se trata de las siete enigmáticas “columnas de viento”, que posan sobre la meseta de Mam-Pupu-Nior, en la norteña república rusa de Komi, en el mismo Círculo Polar Artico. De probada formación geológica, las historias, las raras leyendas y hasta el inaccesible contacto en las alturas las han convertido en un santuario de estas gélidas regiones, cuna de los pueblos originarios de la Siberia. Para los mansi o vogules, una de las etnias aborígenes, constituyen los ídolos de piedra que han adorado durante siglos.

Este monumento geológico lo componen siete estatuas de una altura de 30 a 42 metros, situadas en la meseta de Mam-Pupu-Nior, que en lengua mansi significa “la pequeña montaña de ídolos”, entre los ríos Ichotliaga y Pechora. Merecedoras no solo del culto y la idolatría, las “columnas de viento” resultaron elegidas entre los siete sitios favoritos de la Federación para el título de Maravillas de Rusia.

Hace 200 millones de años, en el sitio de las columnas de piedra se levantaban unas gigantescas montañas. La erosión, por efecto del agua, la nieve, el viento, las heladas y el calor, destruyó lentamente esos cerros. Los peñascos más fuertes se resistieron a la destrucción y algunos de estos ejemplares monolíticos sobrevivieron el paso del tiempo hasta nuestros días, con lo que ofrecen un espectáculo raro en el valle.

Vista de cerca, a un lado del resto, una de estas estatuas, de 34 metros, parece una enorme botella al revés. Las otras seis forman columnas consecutivas hasta el extremo del despeñadero.

Los sugerentes contornos, en dependencia del lugar de observación, pueden semejar un hombre enorme, la cabeza de un caballo o de un carnero. Quizás ello explica por qué las tribus mansi demostraban veneración a esas rocas, pero al mismo tiempo consideraban un pecado grande intentar acercarse a ellas. La mística popular se ha escapado con el tiempo y solo quedan borrosas leyendas.

Con los cambios de estación, la fisonomía de los monolitos adquiere un matiz en dependencia del tiempo: si es invierno las columnas lucen blancas y hasta cristalinas. En otoño se envuelven en la neblina e imprimen un encanto particular en el espectáculo natural de la meseta.

El pueblo mansi (unas ocho mil personas) habla en la lengua del mismo nombre, perteneciente al grupo lingüístico fino-ugro, cuyo territorio se ubica en la zona este de los Urales, en la Siberia rusa. Por lo general la comunidad se dedica al pastoreo de renos en la tundra.

De ese país de inviernos largos cuenta una de las leyendas que en los tupidos bosques, cercanos a los Urales, habitó la poderosa tribu mansi. “Los hombres eran tan fuertes que uno a uno vencían a los osos; y tan rápidos que podían alcanzar al más veloz de los ciervos”. En las yurtas acumulaban las pieles de los animales sacrificados y de éstas las mujeres hacían lujosos trajes. Los espíritus buenos, que habitaban en la montaña sagrada de Yalping-Nier, ayudaban siempre a los mansi.

Su líder era Kuuschai, un hombre inteligente, quien mantenía una estrecha amistad con las almas buenas. Tenía una hija, la linda Aim, empinada como el pino del bosque, y su canto atraía hasta el valle a los renos.

Pasó el tiempo y el gigante Torev (Oso), cuya tribu cazaba en las montañas de Jaraiz, pidió a Kuuschai entregarle su hija. Aim se negó a aceptar la propuesta. Despechado, Torev llamó a sus hermanos gigantes y avanzaron hacia la cumbre de Torre-Porre-Iz para llevarse a la joven a la fuerza.

Los gigantes llegaron hasta las puertas de la ciudad de piedra, mientras buena parte de los guerreros estaba de cacería. Las murallas resistieron el empuje de los invasores todo un día. Desesperada, Aim pidió desde la torre ayuda a los espíritus buenos para que enviaran de vuelta a los guerreros y a su jefe Pygrychum.

El gigante Torev tuvo tiempo de levantar la masa de hierro y reventar en pedazos la cerradura de cristal, fragmentada en pedazos y esparcidas por el viento en los Urales. Aim aprovechó la oscuridad y se ocultó con un puñado de guerreros en las montañas.

De pronto, con los primeros rayos del sol apareció Pygrychum con un brillante escudo y espada en mano, que entregaron los espíritus buenos.

Volteó el escudo hacia el sol y la luz ardiente que golpeó los ojos del gigante, le hizo tambalearse hacia el lado del tambor. Los hermanos miraban asombrados cómo el gran Torev se convertía lentamente en piedra. Presos del pánico abandonaron a su hermano, pero al caer bajo los rayos del escudo se transformaron también en piedra.

Así, durante miles de años permanecen erguidos como esculturas de rocas en el bajo cerro que el pueblo mansi bautizó como Mam-Pupu-Nior: “la montaña de los ídolos de piedra”, un símbolo de resistencia de los pueblos del norte

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